Una de las críticas más severas de las oposiciones en México contra el régimen hegemónico del entonces poderoso PRI, durante la segunda mitad del siglo pasado, fue que ese partido y las élites en el poder que lo controlaban, habían ido moldeando las leyes, incluida la Constitución, para lograr sus objetivos políticos y económicos, de manera legal, aunque no fuera legítima.
Legalidad y legitimidad son sustancialmente diferentes, aunque en muchas ocasiones se entrelazan y tienen que ver con el soporte o el acompañamiento, la una de la otra. En términos generales, la legalidad hace referencia al mandato de la ley, a lo que está obligado por las normas del derecho vigente, mientras, la legitimidad forma parte de una concepción de la ética pública, del deber ser en lo político.
De lo anterior se desprende la primacía axiológica de la legitimidad sobre la legalidad, pues incluso para que una norma, una ley o su equivalente, pueda ser considerada legítima debe cumplir al menos con ser válida, justa y eficaz. De otra forma, pueden presentarse -y sobran ejemplos de ello- normas, actos, hechos, conductas y demás que puedan ser consideradas legales, pero que carezcan de legitimidad, así como otros que puedan ser legítimos, social y políticamente hablando, pero que se encuentren fuera de la legalidad vigente, en determinados momentos, lugares y circunstancias.
Un caso muy claro y fácil de entender es la hoy muy señalada Ley Talibán. A las mujeres y los hombres de Afganistán fueron impuestas restricciones que atentan contra sus derechos humanos, contra sus libertades individuales. El uso obligatorio del burka en lugares públicos, la prohibición de hablar en voz alta o con personas ajenas a su familia, para las mujeres, podrá ser legal. Dirán que esa es la ley y punto. Tienen que acatarla o si no, habrá castigo. Pero, a todas luces, carecen de legitimidad, desde el mismo momento en que no son unas normas justas.
Otro, el de la presidencia legítima de Andrés Manuel López Obrador, pues, tras declararse víctima de un fraude electoral en el 2006, conformó hasta un gabinete de gobierno alternativo al oficial, a cuyos miembros fue asignado un sueldo mensual de cincuenta mil pesos, él incluido. Concediendo que efectivamente se produjo un fraude en contra de su triunfo, la acción y operación de su presidencia y de los miembros de su equipo de trabajo, pueden ser considerados como legítimos, pero no como un acto legal. Visto así, lo que hicieron Andrés Manuel y sus seguidores fue cumplir con el deber ser, por sobre una aplicación injusta de la ley.
El PRI se sostuvo siete décadas en el poder presidencial, a pesar de que la legitimidad de sus gobiernos estaba hecha añicos. Pocos, muy pocos, son los políticos priistas que fueron procesados y sentenciados por haber violado las leyes. Usaron la legalidad a su favor, no obstante que lo hicieran en forma ilegítima. Favorecieron a ciertos personajes, como Carlos Slim Helú y Ricardo Salinas Pliego, modificando las leyes para hacerlos propietarios de bienes nacionales, bajo procesos tan completamente legales como ilegítimos, haciéndolos dos de los principales beneficiarios de las políticas llamadas neoliberales.
Ahora tenemos otros dos casos de importancia histórica, trascendental. La sobrerrepresentación en el Congreso de la Unión y, con ella, la inminente aprobación de las reformas constitucionales propuestas por el presidente. El tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación tendrá que tomar una decisión. No sé si entre los argumentos vayan a considerar la legalidad y la legitimidad en su sentencia. Ojalá lo hicieran, eso sería cumplir con el deber ser, por encima de unas leyes que, no hay mucho que debatir, salta a la vista, producirán resultados ilegítimos. Podrá ser legal que confirmen para Morena y sus aliados el 73% de las diputaciones, habiendo obtenido solamente el 54% de los votos. Y podrá ser legal, también, que con 36 millones de votos -el 36% de los mexicanos en edad de votar- impongan nuevas reglas constitucionales a los 64 millones más, que no votaron por ellos.
Haría falta ser idiota, en el estricto sentido de su definición, o convenenciero, como han demostrado serlo todos los partidos en la historia de México, para no darse cuenta de que tanto la sobrerrepresentación como las reformas constitucionales podrán ser legales, pero serán inexorablemente ilegítimas.
Y para iniciados:
No hubo paro en el servicio de transporte público ni bloqueos de avenidas. Las partes, el gobierno actual y los representantes de los permisionarios, se sentaron a dialogar. Pero, como tampoco hubo acuerdos, sino solamente la muestra de voluntad para seguir platicando, la crisis continúa, al tiempo que el sexenio se aproxima a su final, con la promesa electorera incumplida de aumentar el costo del pasaje. Cuauhtémoc Blanco afirmó que él no hizo ningún compromiso, pero los transportistas afirman que lo hubo, por parte de un candidato, hoy, senador electo. Ese candidato y muy pronto senador por Morelos debería dar la cara, asumir su responsabilidad, o al menos deslindar responsabilidades, porque podría dejar al siguiente gobierno una papa muy caliente.
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